ZAGALA
Yo amé a la zagala, más que por sus
atributos físicos, ciertamente pródigos, por la exquisita espiritualidad que
brotaba, cual río crecido, de todo su ser, el esplendor de su aura y la
claridad de su verbo magnífico.
Íbamos al río, amada, cuantas veces nos placía para escuchar, siempre
sorprendidos y maravillados, el melodioso cánticos que los pájaros de todos los
colores ofrendaban al líquido elemento, saciada ya su sed; el ruido de cristal
que anunciaba el infinito paso del agua por el empedrado y arenoso camino; el
rumor del viento, suave como el algodón, y el eco de nuestras voces al chocar,
altaneras, contra la cercana montaña.
Ese río, amada, del que tantas veces te he hablado, no es producto de mi
poética inspiración, como lo es la zagala, o como lo eres tú. Tampoco es el
bello recuerdo de un sueño que quise eternizar.
Ese río es real y plenó de ventura mi ya lontana infancia y parte de mi
adolescencia, y en mi madurez es un canal de comunicación que vincula, con
asombrosa precisión, lo pasado y lo presente. Está en Marabal, el pueblo que me
parió hace muchas lunas.
¿Sabes qué, amada? De mis primeros años de vida, aquellos donde lo único que
conceptúo relevante es la ingenuidad de niño campesino, sólo salvaría, si
pudiera hacerlo, la parte que compartí con el río, pues su elocuente mudez
sirvió de aliciente, sin comprenderlo entonces, a mis pequeñas penas.