GRIAL
Rodulfo González
Un día de luminosa
locura, de beatífica paz, de eucarística mansedumbre, de silencio conventual y
de mirífica religiosidad, tomé, con exquisita suavidad, mi obsoleta y raída
vestimenta de peregrino, y pretendí, amada de todos los tiempos, de todas las
circunstancias y de todas mis vicisitudes y flaquezas, emprender un largo viaje
que me llevaría a los más recónditos e ignorados lugares de la tierra, y que
concluiría con el hallazgo, en una remota aldea cuyo nombre nunca indagué, como
tampoco su exacta o aproximada ubicación, del Santo Grial
¿Qué me llevó hasta allí, renunciando al encanto de tu melodiosa voz, a la
ternura sin límites de tu regazo, a la frescura temblorosa de tus labios, a la
suavidad imantada de tu dúctil cabellera, al brillo deslumbrante de tus ojos y
al aroma hechizante de tu cuerpo todo? ¡Ay, amada! En mi locura fascinante
quería sorber vino en la sagrada copa donde Jesús, El Hijo del Hombre, brindó
por última vez con sus discípulos, uno de los cuales, Judas Iscariote, lo
entregó a sus enemigos por treinta miserables monedas. Y lo hice, ¿sabes? y con
el vino que libé se abrió para mí toda la sabiduría del mundo y mi
espiritualidad recibió el don de la abundancia y dejé de ser débil y
comprendí que para acceder a la felicidad sin fronteras ni barreras hipócritas
tenía que regar cada día, con agua pura de manantial, las flores de mi locura.
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