MARINERÍAS
El mar de Margarita, amada, es
testigo mudo de instantes de felicidad idílica que hemos disfrutado cual niños
traviesos conscientes de su bulliciosa complicidad.
Era de nosotros esa porción
marina no confiscada todavía por el urbanismo depredador.
Y la aprovechamos al
máximo.
Tú, temerosa de que el oleaje
te alejara de la orilla donde sumergías tu entonces lozano cuerpo;
yo, dándomela de experto
nadador, en la parte más honda, a nivel de mis hombros.
Yo introducía con delicadeza
extrema mis dos manos debajo de tu cuerpo y te colocaba en la superficie para
pasearte.
Tú dócilmente te dejabas
conducir y paseábamos felizmente, con la dicha reflejada en tu rostro y en el
mío,
hasta que nos cansábamos,
y regresábamos a la orilla para
ponernos en contacto con la arena y disfrutar de su relax o bien observar a las
aves marinas zambullirse en el océano, una vez divisada desde el aire el pez
que les serviría de alimento.
Era increíble este evento.
Y nosotros en esa soledad
edénica nos creíamos dueños de la orilla,
de los oleajes que la
besaban furtivamente,
cual el enamorado a la
enamorada en circunstancias especiales
y del lejano cielo.
¡Nunca más, amada,
disfrutaremos de esa intimidad marina que nos hacía obrar como si fuéramos
niños!
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