Tu belleza silvestre, tu sencillez de rocío, tu fragilidad vítrea y esa sonrisa subyugante que emana de ti cuando, para hacerme feliz, celebras mis ingenuidades, te hacen irradiar el aura de las santidades, la inocencia de los niños y la serenidad de los sabios antiguos.
Te deseaba y llegaste a la humilde covacha de mi vida ayer, cuando el virus de la desesperanza empezaba a carcomer, con inaudita eficacia, mi imaginación de poeta.
Sin embargo, pareciera que me acompañaras desde hace milenios poéticos. ¡Ya no estoy solo! ¡Luz!
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