MARABAL
A Reynaldo Suárez
Yo nací, amada prodigiosa, en un
pueblecito arrullado por el canto de alborotadas guacharacas, el jolgorio de
las hojas de debiluchos platanales y el melodioso y rítmico correteo de su río,
que se perdía entre la blanca red de la arena para aparecer, más torrencial, en
otra parte, luego de recorrer un túnel acuoso que nunca conocí, por lo
infranqueable y lo hermético que era.
Marabal es el nombre de ese pueblecito,
ahora parroquia, amada generosa cual Yomo, el que me contaba cuentos y me
espantaba los duendes en las noches de miedo, que eran cuando tronaba y
relampagueaba, cual tío Vicente, que me regalaba cañas y naranjas chinas
y me fabricaba zarandas, cual la señora Sabina, que era la abuela de todos los
niños marabaleros, cual la señora Dorotea Frontado, que me obsequiaba mango
carvá, cual Mercedes Lárez, que daba de lo poco que tenía, y cual el
señor Felipe, que me brindaba ponche en las mañanas y cariñosamente secaba mis
lágrimas y acallaba mi llanto.
Andarín de mil caminos, amada tolerante de
mis impertinencias, !Cómo he añorado en mi incesante trajinar por el mundo la
fresca ternura de las aguas del río de mi infancia, en el que ahogué mis
dolores y disfruté de inenarrables alegrías¡
No
he visto, comprensiva amada, en las mil comarcas que he visitado, ni un
paisaje, ni un amanecer, ni un atardecer, ni un río como los de mi infancia
distante en Marabal.
Allí, devota amada, aprendí a amar los
libros llevado de la mano de Evelio Suárez, el que vivía en la hacienda Ramírez
y me arreglaba la vieja victrola traída por mi padre, Guzmán, de Trinidad.
Por Evelio, fervorosa amada, que me
prestó El Conde de Montecristo, Aura o las violetas, Las
mil y una noches, Amalia, El Mártir del Gólgota, Los
tres mosqueteros y María, viajé a maravillosos
mundos en alfombras mágicas, supe de la prisión de Edmundo Dantés en el
castillo de If y de su escape al morir el abate Farías, en el lienzo de muerto
que lo lanzó a la libertad; conocí la tristeza literaria tras el fallecimiento
de Aura y de María, me enteré de la muerte de Jesucristo, crucificado, en el
cerro de El Calvario; me hice mosquetero de la corte francesa y amé a
Amalia y odié al tirano argentino Juan Manuel Rosas. Creo, tierna amada, que
desde entonces, en mi distante inocencia campesina, sentí repulsa hacia los
dictadores.
En la hacienda Ramírez, ahora con
otro nombre, amada infinita, había la única casa de balcón de Marabal, a donde
iba con frecuencia, y a la que he vuelto en alas del sueño al igual que a la
vieja casa donde nací, un febrero atormentado. No sé por qué, amada
encantadora, esta casa se me pareció a la de Amalia, la de la novela homónima,
ahora en mi biblioteca, presentación muy lujosa, porque mi hijo Gustavo Adolfo,
conocedor de mi especial gusto por ese tesoro del romanticismo, me la compró en
una librería argentina.
Allí, candorosa amada, conocí a Paola,
sobrina de Evelio e hija de Reynaldo, quien para hacerme poner bravo me decía,
sonriendo, que era mi novia.
Esta niña, floreciente amada, según mi
patrón de belleza de la infancia, me pareció feísima. No la he visto más, dulce
amada, ni tampoco a Reynaldo.
Pero sí estuve en Buenos Aires, escenario
del romance entre Amalia y Daniel, y de su muerte por uno de los esbirros
del tirano.
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