YOMO
Esa mano prodigiosa, amada, que plantó un
rosal en mi diminuto jardín de la amistad, también me ayudó a impedir que Yomo,
ese exquisito personaje de mi infortunada infancia que me espantaba los duendes
y me contaba cuentos que nunca vi impresos en ningún libro, permaneciera más
tiempo sumergido en el anonimato.
Esos cuentos, amada perdurable, debieron
haber sido inventados por Yomo, quien no sabía leer ni escribir, pero tenía una
imaginación que ni tú ni yo poseemos, al final tenían una moraleja. Sí, amada,
uno de ellos, según mi avejentado recuerdo, hacía referencia a un viajero que
al saciar su sed en la fuente generosa del camino, en vez de darle gracias como
hacen los aborígenes de muchas latitudes primitivas, escupió el agua y al
regreso tuvo que sorber su saliva con el líquido elemento, ya no límpida como
antes, sino asquerosa.
¿La moraleja de este cuento? No
puedes escupir hacia el cielo porque la saliva caerá te caerá en el
cuerpo. Si ensucias el agua que sació tu sed, en vez de bendecirla como hacen
los aborígenes de muchas tribus primitivas de lejanas latitudes, tendrás que
sorberla mugrosa al regreso del viaje.
Yomo, amada cariñosa, me enseñó una manera
peculiar de contar: una, dona, tena, catona…¿De dónde obtuvo estos
conocimientos? Nunca lo supe, porque aparte de su generosidad y amabilidad
hacia mi persona y de su afición al ron blanco, que lo sumergía en la
embriaguez, nada más recuerdo de él.
Yo creo, amada esplendorosa, que Yomo debe
estar cabalgando en el cielo en un burrito marabalero, cual lo hacía el poeta
Juan Ramón Jiménez en Platero el borriquillo moguereño que viajó con él a la
eternidad.
Allí lo encontraré, amada gentil, y
volveré a escuchar sus cuentos y él escuchará los míos.
Y en los prados del
cielo, deleitaremos a los ángeles y nos olvidaremos de duendes, de tristezas,
de penurias existenciales, de pleitos.
¿Verdad que sí, Yomo?
¿Verdad que sí, amada
ideal?
¿Verdad, amada, que
ahora Yomo cabalgará conmigo hacia la posteridad en mi obra literaria?
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