Desigualdad deliberada y populismo, por Ottón Solis
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De acuerdo con la teoría neoclásica, la economía de mercado fomenta la igualdad en la distribución del ingreso, porque cuando las ganancias en una industria aumentan (debido, por ejemplo, a cambios en la tecnología o en los gustos de los consumidores), ocurren dos dinámicas. Por una parte, entran nuevos oferentes y la competencia reduce las ganancias al mínimo requerido para la supervivencia, impidiendo la acumulación de rentas extraordinarias. Por la otra, al aumentar la inversión en esa industria, la demanda de trabajo y los salarios se elevan –por medio de la competencia– en toda la economía, por lo que la distribución del ingreso no se ve afectada.
La teoría supone movilidad y perfecta substituibilidad entre los factores de producción, y que en equilibrio su productividad marginal es igual a su remuneración.
Si en algún momento la productividad marginal del capital fuese mayor que la del trabajo, se sustituiría capital por trabajo, lo que reduce la productividad marginal del capital y eleva la del trabajo hasta que otra vez se logre la igualdad. De ese modo, la economía en equilibrio iguala la remuneración del capital y el trabajo, dado que el mercado iguala la productividad marginal de ambos, la cual es igual a esa remuneración.
Ese planteamiento teórico no se ha visto reflejado en la realidad. El capitalismo y la economía de mercado se caracterizan por causar desigualdades sustantivas. Algunos supuestos de la economía neoclásica, necesarios para materializar sus predicciones sobre la distribución del ingreso, son totalmente ajenos a la realidad. La existencia, dentro de otros, de economías de escala, altos costos de entrada para nuevos oferentes, mercados imperfectos (monopolios y oligopolios), inflexibilidades en la relación capital-trabajo (escaza substituibilidad) y asimetrías en el acceso a información generan grados de acumulación diferenciada e impiden que la competencia determine las ganancias y los precios en los mercados de tecnología, de capital, de bienes, de materias primas y de trabajo.
Por otro lado, la propiedad colectiva de los medios de producción (comunismo) no solo fue un fracaso en términos de creación de riqueza y bienestar, sino que también terminó en una sustancial concentración del ingreso en cuadros burocráticos, militares y partidarios. En los períodos en que se lograron índices relativamente satisfactorios de equidad fue a costa de ingresos muy bajos, debido a las ineficiencias productivas que caracterizaban al sistema.
Así que la mejor herramienta para lograr ingresos elevados, reducir y eliminar la pobreza y mitigar las desigualdades sigue siendo una economía en que se combinen estímulos capitalistas (motivo de la ganancia) y energías de mercado con políticas públicas intervencionistas que compensen las tendencias concentradoras del ingreso.
Esto es más fácil decirlo que hacerlo, dado que el poder económico, tanto en democracias como en dictaduras, tiende a tener una influencia desproporcionada en la toma de decisiones.
Ese peso desigual ha estado tan presente, con indiferencia de si se trata de países ricos o pobres, que en numerosas ocasiones las políticas públicas, lejos de compensar las tendencias del capitalismo a concentrar el ingreso, más bien las refuerzan.
Muchos de los descontentos que han engendrado los populismos con su gigantesca irresponsabilidad se han gestado como resultado de ese tipo de políticas. Hasta hace algunas décadas era factible que los gobiernos beneficiaran con sus decisiones a los que más tienen sin causar resentimientos, pero hoy, con el amplio acceso a la información permitido por la tecnología, no es posible mantener a la población en la ignorancia, y no es posible, entonces, evitar su enojo.
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Los ejemplos de decisiones que protegen y fortalecen la situación económica de los que más tienen abundan. Muchos países compiten para ver cuál otorga más subsidios, exoneraciones fiscales y otras ventajas a corporaciones multinacionales y empresas locales grandes enfocadas a las exportaciones o al turismo. Todo, por cierto, al amparo de un discurso contradictorio y mentiroso, solo puesto en práctica para los pequeños empresarios locales, sobre lo inconvenientes que son para la economía los subsidios y las exoneraciones tributarias para sectores no escogidos por el mercado sino por los políticos o los burócratas.
En los países occidentales desarrollados ha ocurrido lo mismo: una competencia desalmada para otorgar ventajas fiscales a las empresas más grandes del planeta. Ahí también, la ruta más corta para recibir beneficios especiales financiados por el resto de la sociedad ha sido ser una empresa gigantesca.
Así, la propensión natural de la economía de mercado a concentrar la riqueza y el ingreso se ha visto vigorizada por políticas públicas que deliberadamente perfeccionan esa tendencia. Se alega, por parte de los neoliberales, que ese paternalismo hacia el gran capital permite materializar externalidades positivas derivadas de sus inversiones. Todo ello evidencia la enorme debilidad –y el contradictorio oportunismo– de los argumentos de esa escuela de pensamiento sobre las virtudes de la mano invisible.
Ya a escala mundial hay mucha conciencia sobre esta situación. De ahí se derivan, por ejemplo, el impuesto especial a las corporaciones multinacionales impulsado por la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) y el llamado reciente de 250 billonarios a que se les impongan impuestos a la riqueza.
El magnetismo de los populistas se basa en un profundo engaño, pues construyen apoyos de los sectores de menores recursos cuando sus líderes son neoliberales a ultranza y no tienen el menor interés en la situación de esos sectores. La mejor manera de derrotarlos es vaciando de contenido su demagogia, haciendo más eficiente el Estado al tiempo que se le dota de herramientas para que, en lugar de cargar con resentimientos, los sectores de menores recursos vean rutas factibles para ascender en la escala social y convertirse en protagonistas y beneficiarios del crecimiento de la riqueza.
Ottón Solís es político y economista. Profesor de la IE University (España). Master en Economía de la Universidad de Manchester (Inglaterra). Fue diputado y ministro de Planificación y Política Económica, de Costa Rica.
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