ALARIFE
P
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ara corresponder a tu majestuoso amor,
amada, dueña absoluta de todas mis inquietudes, con mis expertas manos de
veterano alarife construí para ti un inmenso palacio que gratificaba, a quienes
tenían el privilegio de contemplarlo, con la brillantez de múltiples coloridos
que despedían, cual esplendorosos fuegos artificiales, los faroles de todos los
diseños que lo alimentaban permanentemente de luz para que pareciera, aun en la
noche más tenebrosa, pleno mediodía, y evitar así que la obscuridad con sus
fantasmas empañara tu belleza y le restara impulso a tus encantos.
Desde
sus torres, amada, altas como las montañas que lo circundaban para protegerlo
de extraños y resguardar nuestra privacía, a las que ascendíamos por sus
interminables escaleras de caracol, veíamos el ocaso del día, el alegre y
espontáneo jolgorio de las aves al recogerse en sus nidos; el tropel de los
animales no alados cuando se dirigían a sus madrigueras cumplida ya su diaria
faena; la rutilante luna en sus esporádicas peleas con las nubes en defensa de
su brillantez y el paso de las estrellas
fugaces hacia espacios etéreos que nunca, por ignorancia de conocimientos
astronómicos, pudimos identificar.
Ese
palacio, amada, recubierto de lapizlázuli y esmeralda que como ofrenda de amor
te construí con mis laboriosas manos de alarife y mi poética imaginación, es
testigo mudo de nuestras confidencias, de nuestros apasionados besos y de
nuestra entrega ilímite a los sorprendentes encantos de la querencia, esa que
confunde en un solo cuerpo a los amantes.
Muchas
veces, ¿recuerdas?, nos introducíamos, cándidos y felices, en cualquiera de las
aclimatadas bañeras de la palaciega mansión y disfrutábamos tanto las caricias
caprichosas del agua al juguetear en nuestros desnudos cuerpos, que
tranquilamente, sin sentir ningún cargo de conciencia, dejábamos que el tiempo
transcurriera libre como el viento y nos olvidábamos hasta de nosotros mismos y
sus necesidades materiales.
Pero
no sólo un palacio surgió para ti, amada, de mis diestras manos de alarife y mi
inconmensurable imaginación de poeta por siempre soñador. Te construí también,
para halagarte, puentes inmensos y resistentes como mi voluntad, los cuales te
permitieron cruzar, con increíble coquetería, inexistentes ríos, lagos y mares
a los que materializamos, fugazmente, como parte esencial de un juego en el que
estábamos inmersos conscientemente en regreso furtivo a nuestra ya lejana
niñez.
Hice
igualmente para ti, porque eso era deseo y era factible su construcción, un
enorme castillo al que dotamos imaginariamente de grotescos fantasmas, de
juguetones murciélagos y de presidiarios sin conciencia del tiempo ni de la
importancia de ser libres.
Ese
palacio, amada, esos puentes y esos castillos todavía cobran vida.
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