MAR
S
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iempre, amada, respeté la inmensidad del mar y
admiré, con poética intensidad, la belleza multiforme de sus olas, la
policromía de su líquido elemento, la ilusión óptica de cercanía a la costa con
que nos engaña cuando hacemos su travesía en barco y su aparente vecindad con
el globo celeste.
No
soy hombre de mar, por ser totalmente obtuso en el conocimiento de las artes
náuticas, pero me gustaría serlo para balancearme con mi barco de diseño único
en el lomo de los caballos de todos los colores y tamaños formados por las
olas, penetrar sus entrañas para profanar el altar de sus tesoros bien
guardados y ponerle fin a mi secular pobreza material, contemplar sus corales
para deleitarme con la singular belleza roja o rosada de los poliperos
calcáreos, que pulimentados se exhiben en las joyerías, y extraer de su seno,
marchito ya por la depredación humana que todo lo destruye inmisericorde e
irresponsablemente, para saciarme hambre, el hambre de mi familia y el hambre
de mis semejantes, el bienhechor alimento integrado por peces de todas las
especies y tamaños, moluscos, crustáceos y quelonios.
Sé perfectamente, amada, porque así
lo leí en el libro de mi vida, que nunca seré marino ni pescador y por lo tanto
no podré adentrarme en sus profundidades para conocer sus secretos ni
desafiarlo con una nave que jamás conduciré, ni siquiera en la costa.
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