MOLINERA
Antes,
muchísimo antes, amada, de que saciaras tu sed de amor para siempre en mi
líquido manantial, que desde entonces clausuré para que sólo tú sorbieras su
agua, otras doncellas, gráciles y hermosas, sedientas también de ese
sentimiento humano que tanto enternece a quienes lo experimentan, bebieron el
vital líquido y creyéndolo un espejo vieron sus imágenes, como tú lo haces
ahora, reflejadas en su cristalino elemento.
No te
miento, amada, si te confieso con la ingenua franqueza de un niño, que entre
las doncellas que amé con singular ternura, con especial deferencia y con
devoción franciscana recuerdo nostálgicamente a la bella y cándida molinera,
cuyo nombre, por considerarlo inútil e irrelevante, jamás me preocupé en
conocer. ¿Para qué, si con llamarla simplemente molinera, molinerita o moli
encantadora me sentía satisfecho y ella respondía a mis requiebros con mimosa
coquetería y copiosa galantería?
De la
molinera, cuya belleza seráfica parecía haber sido extraída de una pintura
religiosa, probé el fresco y divino pan preparado con trigo puro que ella misma
cultivaba y recogía amorosamente para mí, para luego cocer, con piadoso esmero,
en el diminuto horno de arcilla fabricado con sus manos de artista silvestre.
En el
regazo de la molinera, acogedor cual un lecho de olorosas flores o el remanso
de un río de cristalinas y melodiosas corrientes, experimenté las más
extraordinarias emociones idílicas y viví la insólita y única experiencia de la
ya remota infancia y las ignotas vidas pasadas.
Los
ojos de la molinera, radiantes cual la luz que despide el sol, fueron para mí
espejos vivientes donde me extasié tantas veces en busca de respuestas a mis
incertidumbres, penas y frustraciones. Y sus labios, bermejos como la pulpa de
la granada, siempre estuvieron dispuestos a calmar mi insaciable sed de amor.
¡Qué
ingrato, amada, fui con la molinera!
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