MARÍA
El nombre de María, amada, tiene especial connotación
para mí, barco a la deriva, árbol debilitado por el paso de los años, flor
marchita, numen sin poeta que lo vitalice y lo libere de sus cadenas.
María, la madre del Hijo del Hombre, me asombra
por su capacidad de transmutación y apariciones, bajo diversos nombres,
en diferentes lugares de la tierra, para propagar la fe cristiana. En ella veo
reflejada a todas las madres del mundo por la fortaleza con que revistió su
grácil cuerpo para resistir el dolor del hijo muerto en la cruz.
María, idealizada por Jorge Isaacs en su inmortal
novela homónima, fue en mi candorosa infancia campesina un ser real cuyo
romance platónico con su primo Efraín me deleitó hasta el éxtasis y cuya
temprana muerte arrancó tiernas y abundantes lágrimas a mis ojos, entones
en la plenitud de su vitalidad, Yo me iba, amada, a un secreto lugar del fondo
de ni casa a leer a María y a soñar con ella, ignorante de la
importancia de la novela en la literatura romántica. Todavía, amada, María
acompaña mis sueños y la lectura de la genial obra me deleita con la misma
fuerza de mis años primeros, cuando carecía de espíritu crítico para juzgarla.
Ya conocí, amada, la hacienda El Paraíso, donde Jorge Isaacs situó el desarrollo
de la novela y quedé extasiado de tanta belleza. Estuve en la alcoba de Efraín
y en la de María y en el estudio donde éste le enseñaba a su amada y a su
hermana Emma rudimentos de historia, geografía y aritmética y les leía la
novela Atala, de René de Chautebriand.
María seguirá siendo para mí, amada, la
representación auténtica del ideal romántico llevado a extremo exponencial. Y
si es cierto que muere víctima de epilepsia, enfermedad para la época incurable
y de moda, basta releer por enésima vez el libro para imprimirle vida, ya que
tiene la prodigiosa capacidad da resurgir de entre sus páginas en cada lectura.
¡María permanece imperturbable, por su divinidad, ante el paso avasallador y
destructor del tiempo!
María, la hermanita del Divino Sacramento, candorosa
como una niña y tierna como la sinfonía que nos regala el ruiseñor, irradió de
luz mi adolescencia de lector desordenado. ¡Cómo disfruté, amada, la ingenua
reacción de Sor María ente la presencia del amor, no el divino, sino el humano,
en un mal pensamiento que atribuyó al diablo! Sor María del Divino
Sacramento siempre me ha acompañado, aunque perdí sus huellas bibliográficas
con el olvido del autor del poema que le dio vida, que comenzaba así:
La hermanita Sor María del Divino sacramento/
sollozando me decía/ el diablo me puso un día/ señor, un mal pensamiento/
Decí, hermana... ¿Lo sabes, amada?
También me
impactó de por vida, como las otras, la bíblica María de Magdalena, la bella
mujer que lavó los pies de Jesús de Nazaret y los aromatizó con suaves
ungüentos. ¡Qué acción tan piadosa y poética en quien como ella era
pecadora!
Y me
reconcilió con la vida María Auxiliadora,
la dama a quien le abrí la puerta de mi covacha de sueños, entró, y se sintió
tan a gusto en ella que decidió apoltronarse en su diminuto espacio para
hacerme compañía.
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