ELOGIOS
A Mirimarit
Yo sabía
perfectamente, amada, porque me lo habían dicho, en instantes de extrema
sinceridad, los inteligentes duendes y fantasmas amistosos que, contigo,
habitan mi vetusto castillo de sueños, que mis poemas –en prosa o en verso-,
gélidos como las aguas glaciales, vacuos
cual el infernal y enano cerebro de los sátrapas, e intrascendentes como
los discursos políticos de quienes con su insaciable dipsomanía de riqueza
fácil y abundante nos han privado del pan de cada día para mantener incólumes
sus privilegios antinaturales. Eran meras parrafadas informes e inorgánicas que
ningún mensaje transmitían ni provocaban ninguna emoción, sencillamente porque
carecía de talento poético y mis conocimientos gramaticales rayaban en lo
rudimentario.
Aún así, cielo mío, ciega de
amor por mí y privada de razón por el dardo que Cupido -¡Tan buena gente él!-
clavó para siempre en tu corazón, viste en esos párrafos tan mal escritos, por
darle algún nombre, valores estéticos de los que realmente carecía, sólo para
animarme e impedir que el morbo de la frustración se incrustara en mi vida y se
tradujera, sin proponérmelo, en depresión, ese terrible estado de ánimo que nos
aleja de la vida y nos acerca a la muerte, como tan sabiamente lo dijera el
maestro Arístides Bastidas.
Tú, amada mía, sabes más que nadie,
porque estás integrada a mí, que soy una persona extremadamente débil, incapaz,
por tanto, de enfrentarme valientemente a nada que afecte mi sanidad.
He allí, bien
mío, el origen de tu solidaridad mecánica hacia el ser amado, aunque en
ella vaya inserta una mentira blanca, que al fin y al cabo me hace feliz,
dándome la sensación de que de veras soy poeta, que es lo que ves en mí, puesto
que sabes que es lo que quiero ser para cantar mis imaginarias proezas e
idealizar tu mirífica belleza.
Y yo me pregunto, amada, ¿Podrá la fuerza de
tus elogios obrar el milagro de hacerme aeda, que era el nombre que le daban
los griegos al poeta?
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