RÍO
De no haber sido por el río, bien mío, y el delicioso rumor de sus aguas
al pasar, raudas, por el camino de piedras blanquecinas y grisáceas arenas que
recorre constantemente sin cansarse ni proferir una queja de inconformidad, mi
infancia primero, y después mi adolescencia, habrían sido insulsas, monótonas,
tediosas y carentes de atractivos capaces de conformar, inequívocamente, que
fui niño y adolescente. ¡Así de impactante fue el río y su disfrute pleno en los
primeros años de mi vida, cuando no tenía consciencia de que biológicamente el
hombre pasaba por diferentes etapas y geográficamente mi mundo se circunscribía
a Marabal, el caserío que me vio nacer, e Irapa, que entonces, para
diferenciarlo del campo, denominábamos el pueblo, y donde por primera vez
admiré, sin palparlo, la grandeza del mar y conocí el cementerio!
Pasaba en el río todo el tiempo que me era posible, y en sus
cristalinas, saludables y amistosas aguas aprendí a soñar despierto y a creerme
dueño de su diminuto tesoro alimentario: guabinas, guaraguaras, querepes,
camarones y cangrejos. Flotaba sobre la apacible corriente, con los ojos
cerrados, y me entregaba a ella inocentemente hasta la llegada de la noche,
cuando los grillos, con su monótona sinfonía, se dejaban oír.
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