ENVIDIA II
Siento envidia, dulce amada, del humilde
carretero que todos los días, con su cargamento de flores cultivadas por él
primorosamente, vendía luces y fragancias a lindas doncellas de distantes
pueblos, comarcas y ciudades y a su regreso, cansado y exhausto, siempre tenía
quien lo esperara con un beso y suculenta comida que consumía vorazmente para
saciar el hambre.
Siento envidia, amada deliciosa, del jardinero que
es capaz de proporcionarles a las plantas el abono exacto para que produzcan
las flores de narciso, mirto, azucena, lirio, rosa, claveles y dalias más
hermosas.
Siento envidia de las caudalosas y cristalinas
aguas del río, amada encantadora, porque a sabiendas de que su destino será ser
devorado por las fauces del mar, no deja de saciar la sed del hombre y de los
animales, ni deja de cantar, ni deja de regar los sembradíos ni deja de limpiar
los cuerpos de los bañistas.
¡Oh, río admirable, que tienes el valor, que yo no
poseo, de enfrentar tu destino sin desatender tus faenas diarias!
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