LOS NIÑOS
Un pajarito
de áureas plumas
y ojos radiantes
de ingenuidad,
iba volando
presto y alegre
por el espacio
gris y azul.
Lo vio una nube
de blando traje,
y con firmeza
le preguntó:
- ¿A dónde vas,
grácil viajero,
que tan feliz
yo te veo?
¿De dónde vienes
con esa cara
tan encendida
de candidez?
Y el pajarito,
ruborizado,
abriendo el pico
le respondió:
-Yo voy, amiga,
créame usted,
a donde el mundo
más puro es.
Y donde el cielo
luce más suave,
y los luceros
brillan más tiempo.
Y vengo, ¡ay!,
¡ay!, amiga, tiemblo
cuando tengo
que recordar ese mundo.
Todo allí es tan vil,
tan perverso y negro.
Las noches son largas
y la luz del día muy breve.
-Está bien, amigo,
no me respondáis
si tanta amargura
te trae recordar.
-Gracias, amiga.
Dime ¿dónde queda
el mundo tan grato
hacia donde vas?
¿Y cómo lo llaman?
Ha de ser muy bello,
que con tanta prisa
por llegar observo.
Y el pajarito,
con gran alegría,
a la nube amiga
presto le confió:
-Ese mundo bello,
mirífico y grácil
queda en una isla
muy lejos de aquí.
Poblada por seres
de ingenuos semblantes,
de cuerpos tan blandos
cual el algodón.
Un hada madrina
asciende con ellos
hasta la montaña
a narrarles cuentos.
Tiene cada ser
que en la isla reside
mil cándidos juegos
y gratas canciones
entonan los vientos.
Ese mundo, amiga,
bello y singular,
poblado por gente
de ingenua bondad
es el mundo grácil,
tierno y candoroso
de la infancia,
donde el mal no tiene
ninguna presencia
porque lo rechazan
seráficos ángeles.
Allí hay mil castillos
de arena y de sueños
y hermosos valles
que habitan las flores.
Un tranquilo río
penetra la isla
y hasta los castillos
lleva agua pura.
Hay hermosas cuevas
y un límpido cielo,
brillante y azul,
cordial y benigno.
Y hay una montaña
de árboles pequeños,
en donde se trepan
estos dulces niños
a observar las flores,
a mirar el sol,
a hablar con el cielo
con prístinas voces.
¡Ay, quien pudiera habitar
para siempre
en el mundo
prodigioso del niño!
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